Javier se miró en el espejo. Quitarse la
corbata, el traje de ejecutivo y vestirse con una camiseta reivindicativa, le
hacía sentirse él mismo. Movió las piernas y revoloteó por la
habitación como un perro dando vueltas antes de sentarse para ver si las
deportivas le dejaban moverse con libertad. Sabía que terminaría echando más de
una carrera y quería sentir que iba ligero y preparado.
Cerró el libro que estaba leyendo, señalando con un doblez la página de la que no podía salir, desde
hacía una semana y salió por la puerta exhalando un suspiro
iniciático.
De
camino a la Plaza Mayor respiró el sofocante aire de verano y por un momento, supo que terminaría sudando como un gladiador en la
arena.
El
sol picaba con fuerza y los recuerdos de verano de su infancia tocaron la
puerta de la memoria. “Toc toc” ¿se puede?
Presentándose sin avisar, una voz pidió paso.
Y
aparecieron de la nada esos días en aquel pueblo donde veraneaban. Tardes de
piscina, de helados y pipas de calabaza, de excursiones en bicicleta por las
carreteras secundarias, de cine de sesión continua, de
juegos, de conversaciones a la luz de la luna y bajo la inmensidad de las
estrellas, de visitas a los campos y paseos en tractor.
Un
recuerdo atravesó de pronto la escena bucólica. Aquel verano en el que todo
cambió.
Javier admiraba
a su padre, cazador en el coto de los pueblos de la zona, y le gustaba
imitarle. Una tarde, mientras los chavales jugaban con escopetas de agua, el
carnicero Gerardo, revolviéndole el pelo y riendo a carcajadas
comentó en alto: -Chaval, qué estilo te das, ¡de casta le viene al galgo! ¡¡El mozo apunta maneras, ehhh!!
Al día
siguiente su padre le invitó a presenciar una jornada de caza y, lo que creía
iba a ser un acontecimiento emocionante, cambiaría el rumbo de su
vida.
Un
cazador, furioso con su perro por no recoger una pieza, le pegó un tiro. A
pesar de la tragedia, nadie quiso hablar del tema y él, mudo de espanto, no
soltó ni una lágrima, pero algo se removió en su interior.
Dos
días después, al ir por las bicicletas al chamizo donde las guardaban, vio al corderito con el que solían jugar, colgado de un
gancho. En el menú de la pensión se podía leer: “Segundo plato: Cordero al horno”.
Javier volvió
a la realidad. Había llegado a la plaza y ya estaba llena de gente.
Dos
compañeros se acercaron: -Hoy toca pintura de guerra. Un rojo
feroz y ardiente cubrió su cuerpo. Era un rojo sanguinario. La plaza se tapizó de manchas encarnadas.
Por
la noche los informativos dieron una noticia que escocía las conciencias:
“Manifestación en contra de la matanza de
animales, corridas de toros y maltrato animal con múltiples heridos por cargas
policiales.”
La
cámara se acercó a los restos de un cartel arrastrado por el
viento y medio quemado en el que se podía leer:
¿Imaginas
que una raza superior matara y vejara humanos para su entretenimiento?
El barrendero de la plaza recogió la portada de un
libro destrozado y leyó en alto:
“Manual
del miserable que maltrata a sus mascotas.”
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